Por qué me gusta escribir

Paula Vidal
Paula Vidal
· 5 min de lectura

Cuando Julio Verne era pequeño estuvo a punto de enrolarse en una embarcación con destino a la India para vivir aventuras. Su padre lo descubrió a tiempo y le hizo prometer que a partir de ese momento solo iba a viajar con la imaginación.

Escribir es este viaje imaginario. Es escaparse de casa y hacerse grumete, y es estar a salvo en el hogar. Es crear nuevos mundos y trazar mapas; es esculpir personajes y entrelazar historias. Es reflexionar, escuchar, divertirse. Escribir es jugar a ser Dios y creerte que lo dominas todo, para acto seguido descubrir que el mundo que has inventado se desborda ante tus ojos, como un tazón a rebosar de leche, y se convierte en otra cosa.

Pero escribir también es, ante todo, un acto de soledad. Es el individuo a solas ante la página en blanco. Son todos los senderos posibles abriéndose camino ante ti. Es la búsqueda constante de lo desconocido. Es terapéutico y es egoísta. Yo no sé por qué escribo. O tal vez sí. Me gusta escribir porque entre palabras me siento a salvo. Porque vivo muchas vidas, aunque solo viva una.

Cuando escribes es vital ser preciso y riguroso. Tienes que escoger siempre la palabra adecuada. Debes hacerlo: es imperativo. Escribir es dar con esa palabra, es la satisfacción de encontrarla. Es creer que no hay nada más importante que lo que te traes entre manos y a la vez ser capaz de reírte de ti mismo y de tus ínfulas de superioridad.

Es un acto auténtico, íntimo, puro. Es el flujo de pensamientos que pasa de la mente a los dedos, sin intermediarios. Pero la magia de la escritura es que, aunque sea una tarea sumamente solitaria e individualista, está concebida para que haya un receptor al otro lado. El lector hace suyas las palabras del escritor; les da forma y las rellena a todo color. Imagina y reinventa.

James M. Barrie describe los Países de Nunca Jamás como lugares muy distintos los unos de los otros. Aunque siempre tengan la misma esencia, plasmada por el propio autor, cada lector los imaginará de un modo diverso, por lo que es imposible que existan dos Países de Nunca Jamás iguales. Así pues, la escritura es una soledad compartida. Es acercarse al otro, tender un puente, trazar una conexión. Es comprender otros puntos de vista, cambiar de perspectiva, ponerte en la piel del desconocido. Es completar el País de Nunca Jamás y adueñarte de él.

Cuando redactas por encargo —para una empresa— el reto se vuelve más desafiante si cabe. Ahora ya no escribes para ti; ya no eres ese escritor misántropo y egoísta. Basta de mirarte el ombligo: ahora tienes un propósito. La página ya no está en blanco y el sendero que debes recorrer se abre ante ti como el único camino posible. Hay un producto y hay un público objetivo. Y tú tienes que lograr que ese producto brille con luz propia; tienes que convencerte de que eso es lo único que importa para lograr que el lector también piense así. Debes acercarte aún más a él para poder persuadirlo, así que el puente que tiendas tiene que ser más grueso y firme.

Escribir por encargo es dejar de pensar que estás solo. Debes conocer las necesidades del cliente e investigar en profundidad la materia sobre la que vas a producir contenido de calidad. Es poner el foco en el producto y es ponerte en la piel del lector. También es encontrar el tono. Es volverte chiquitito como escritor para conseguir que el mensaje cale hondo sin interferencias. Es asegurarte de que la comunicación fluye; es coger la batuta y dirigir la función desde las sombras.

Pero, tanto si escribes a nivel personal como profesional, la esencia es la misma. El escritor es el artesano de las palabras, el que escarba hasta dar con el adjetivo exacto, el que se desvive para comunicar del modo más satisfactorio. Un buen eslogan no nos lo podremos quitar de la cabeza y nos asaltará incluso en los momentos más inoportunos. Una buena novela nos acompañará toda la vida, y podremos recurrir a ella siempre que lo necesitemos.

Hay algo de místico en poner las cosas por escrito, en no dejar que a las palabras se las lleve el viento. Y es que las palabras tienen en el poder de marcarte, de quedarse grabadas en la mente del lector. De reconfortarte el alma. Vivimos en la cotidianidad de lo efímero, del tiempo líquido, y muchas empresas caen en el error de promover contenido vacuo, que se perderá en la infinidad de la nube. Se han dejado seducir por la instantaneidad y la volatilidad de nuestra era. Pero la escritura todavía no ha perdido el poder de indagar, de penetrar en la mente de las personas. La palabra escrita aspira a la inmortalidad, y es por esto por lo que debemos poner tanto empeño en cuidarla y pulirla. Le debemos mucho.

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